Imagino que estarás de acuerdo conmigo cuando digo que los seguidores de la doctrina de “lo perfecto” son perfeccionistas, es decir, aquellos que siguen la tendencia a mejorar incansablemente un trabajo. ¡Pero,… qué ironía más perfecta!
Puede ser una suerte contar con personas que ponen todas sus energías en hacer las cosas muy bien —traducido por— hacerlas perfectas. Y la pregunta aquí no es hasta dónde, ya que el criterio será igual de arbitrario que la propia persona que establece ese punto perfecto; la pregunta debería ser ¿hasta cuándo? En este preciso instante es dónde entramos en modo ironía: el perfeccionista queda enganchado a su estándar por tiempo indefinido, de modo que jamás su labor alcanzará el carácter de perfecto, esto es, se mostrará incapaz de dar el paso para considerarlo terminado. Concluido. Vuelvo a cuestionar; si nunca estará acabado, ¿para qué tanto esfuerzo?
Cuando acometemos una tarea importante nuestro deseo es que el resultado último sea satisfactorio, que nos sintamos orgullosos del trabajo realizado y, a ser posible, que al finalizarlo, nos lo reconozcan en su justa medida (la que a nosotros nos parece justa, claro). Si nos quedamos ahí, evidentemente puede parecernos que, a veces, ese reconocimiento no se ajusta a todo el esfuerzo realizado, dejándonos un amargo sabor de boca y de espíritu. Por ello, nos paramos a pensar que aunque sea un gran trabajo, aún no está listo para el veredicto final… y continuamos nuestro camino hacia “la Ciudad Esmeralda” de la perfección. Sin darnos cuenta, estamos jugando un juego peligroso. Porque tras la persecución de esa inalcanzable perfección autocreada evitamos decidir cuándo considerarlo concluido ya que deberemos enfrentarnos al miedo, sin percatarnos de que esto es un importante defecto o falta de acción. ¡Vaya! Defectos. Justo lo que no estamos dispuestos a permitir…
Es necesario ver que tras esa indecisión se esconde una emoción: El miedo al fracaso, al rechazo o al error. Esa es la razón. Simple. Tememos que “nuestra obra”, con la que acabamos identificándonos, tenga algún fallo o tara, que extrapolaremos directamente a nosotros mismos, convirtiéndonos de ese modo en alguien imperfecto. ¡Qué terrible!, ¿verdad? Darnos cuenta que aún nos quedan cosas por aprender, que nuestro criterio no puede contemplar todos los puntos de vista, que estamos marcando nuestra valía en función de las opiniones que encontramos en el exterior y que nuestra autoestima crece mejor cuando corregimos desviaciones que cuando queremos controlar todas las variables. Irónicamente un insoportable hallazgo, sin duda. Por tal motivo, y aunque basándonos en la lógica podamos entenderlo, olvidamos el argumento y recaemos una y otra vez en bucle.
Y concluyo, dando por perfecto (terminado aunque mejorable) este post preguntando: ¿Qué ocurriría si nos atreviésemos a convertirnos en auténticos exploradores del error para descubrir cómo podemos lograr la excelencia de forma constructiva y rápida?
Propongo, para aquellos que nos vimos reflejados, que pasemos de la tiranía de lo perfecto en la idea a la libertad de lo mejorable en la acción. ¿Te atreves a hacerlo? Ponte a prueba y aprenderás seguro.