Si te dijera que posees un superpoder que te permite lograr resultados que van más allá de lo aparente, probablemente me responderías con un gesto de incredulidad, que eso solo pasa en el cine. Si además te afirmo que a través de tu trabajo puedes «construir catedrales», me indicarás —a no ser que te dediques al noble arte de la edificación— que eso está bastante alejado de tus quehaceres diarios. En cualquier caso, espera a terminar el post para darme una respuesta.
El superpoder del cual hablo es algo muy humano; se trata de la automotivación. Un combustible cotizado en cualquier ámbito y que depende más de las emociones que despertamos que de las razones que nos damos para continuar sin desfallecer o para ponernos en pie si hemos sufrido una inesperada caída. En cuanto a las catedrales, no me refiero a ellas en sentido literal sino al propósito, al legado que nos gustaría dejar. Mi intención es llamar tu atención sobre el significado que le das a lo que haces, a aquello a lo que te dedicas y entregas tu tiempo (independientemente si es remunerado o no); en definitiva, que seas consciente de si en tu día a día sólo ves faena que tienes que hacer o, por el contrario, una oportunidad de dar lo mejor de ti, para otros. Piénsalo un momento, cuando realizamos de forma rutinaria una tarea de la que sólo vemos el tiempo que nos lleva, el esfuerzo que nos supone y el poco reconocimiento o el excesivo control que recibimos por parte del jefe, la llama de la motivación se muere lenta e inexorablemente. A diferencia de ello, cuando tenemos la libertad de dar nuestro toque personal, ponerle cara y nombre a los destinatarios finales de nuestra labor o imaginarnos que esa persona podría ser nuestra madre/padre, hijo/a, hermano/a o pareja, es decir, al humanizar nuestro desempeño, ponemos un especial cuidado, dedicación y esmero. Y, ¡sorpresa! Eso nos lleva a ser mejores, a ser excelentes y a marcar la diferencia.
Para cimentar esas catedrales de las que hablaba es preciso sincronizar mente y corazón, alineando el qué con el cómo y el para qué. Porque no se trata únicamente de poner piedras (el qué) ni de la forma de colocarlas para ir conformando paredes (el cómo) sino que todo ello debe estar enfocando al diseño final (el para qué) que será el que otorgará sentido, fuerza y dirección.
Claro está que no todos somos un Gaudí; pero cualquier persona, con independencia de su ocupación, tiene en sus manos el poder de ser un artista de infatigable ánimo levantando su propia catedral…
Ahora, ¿qué respondes?
El superpoder del cual hablo es algo muy humano; se trata de la automotivación. Un combustible cotizado en cualquier ámbito y que depende más de las emociones que despertamos que de las razones que nos damos para continuar sin desfallecer o para ponernos en pie si hemos sufrido una inesperada caída. En cuanto a las catedrales, no me refiero a ellas en sentido literal sino al propósito, al legado que nos gustaría dejar. Mi intención es llamar tu atención sobre el significado que le das a lo que haces, a aquello a lo que te dedicas y entregas tu tiempo (independientemente si es remunerado o no); en definitiva, que seas consciente de si en tu día a día sólo ves faena que tienes que hacer o, por el contrario, una oportunidad de dar lo mejor de ti, para otros. Piénsalo un momento, cuando realizamos de forma rutinaria una tarea de la que sólo vemos el tiempo que nos lleva, el esfuerzo que nos supone y el poco reconocimiento o el excesivo control que recibimos por parte del jefe, la llama de la motivación se muere lenta e inexorablemente. A diferencia de ello, cuando tenemos la libertad de dar nuestro toque personal, ponerle cara y nombre a los destinatarios finales de nuestra labor o imaginarnos que esa persona podría ser nuestra madre/padre, hijo/a, hermano/a o pareja, es decir, al humanizar nuestro desempeño, ponemos un especial cuidado, dedicación y esmero. Y, ¡sorpresa! Eso nos lleva a ser mejores, a ser excelentes y a marcar la diferencia.
Para cimentar esas catedrales de las que hablaba es preciso sincronizar mente y corazón, alineando el qué con el cómo y el para qué. Porque no se trata únicamente de poner piedras (el qué) ni de la forma de colocarlas para ir conformando paredes (el cómo) sino que todo ello debe estar enfocando al diseño final (el para qué) que será el que otorgará sentido, fuerza y dirección.
Claro está que no todos somos un Gaudí; pero cualquier persona, con independencia de su ocupación, tiene en sus manos el poder de ser un artista de infatigable ánimo levantando su propia catedral…
Ahora, ¿qué respondes?