Que levante el dedo del móvil o del ratón quién no se haya encontrado con personas que constantemente se quejan por todo: De lo mal que se encuentran en el trabajo y peor aún si no lo tienen; de la poca espera que tienen sus hijos mientras van agotando la escasa dosis de paciencia diaria antes de darles un bufido; de lo poco que les escucha su pareja a la vez que, sin apenas mirarte, teclean algo en su smartphone y asienten con la cabeza a tus comentarios como uno de esos perritos del salpicadero; de que no reciben el reconocimiento que —según su criterio— les corresponde, sabiendo que se dedican a hacer lo justo y nunca se han atrevido a presentar una propuesta; de lo complicado que es lograr objetivos sin dar ni un paso y de que en la cafetería el camarero se muestra poco servicial en cuanto se le pide algo tan sencillo como media tostada integral de la parte de abajo que lleve poca mantequilla y bastante mermelada con un café cargado, mitad de leche desnatada muy caliente y sacarina. Eso sí, que no se te ocurra pedirle a este “selecto” cliente que te pase la aceitera porque te responderá que podrías acercarte tú mismo a cogerla.
Obviamente esas situaciones las vemos con claridad en otros… pero, ¿qué ocurre si somos nosotros los que estamos inmersos en plena escalada de quejas? Argumentaremos con mil pretextos que simplemente nos estamos expresando porque necesitamos desahogarnos. Es posible. Sin embargo, ¿ponemos algún límite? ¿O seguimos buscando almas caritativas sobre las que volcar una y otra vez la misma historia sin ningún otro objetivo que quejarnos? ¡Ojo! La queja privada sin más, no sirve para nada. No obstante, que no se les ocurra decirnos que damos vueltas en círculo al asunto, porque entonces les enfocaremos con nuestra particular linterna emocional y subiremos un escalón más criticándolos porque no nos entienden… Y, para colmo, el problema seguimos sin resolverlo. ¡Claro! ¡Si es que el trabajo, el jefe, los hijos, la pareja, los objetivos y el camarero son los causantes de nuestro inmenso malestar! Es evidente que somos víctimas, ¿no?
Pues tal vez no, aunque nos sentimos así. ¿Te has parado a pensar sobre cómo estamos contribuyendo a mantener ese sentimiento? ¿A determinar cuál es nuestro grado de permisividad? ¿A identificar qué es lo que sentimos o cómo actuamos? Y lo que es —si cabe— más importante, ¿estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos para solucionarlo?
Sin duda, la clave para combatir este mal que nos ha afectado o nos afectará a todos en alguna ocasión, es ejercer la responsabilidad. Acción en estado puro que redirija el rumbo que llevamos.
Es cierto, que cambiar algunas realidades puede no estar al alcance de nuestras manos, o no del modo en lo estamos haciendo o no en este momento. A pesar de ello, aún guardamos un as bajo la manga. Un elemento mágico que nos pertenece de modo exclusivo y que está siempre a disposición: la actitud. Es decir, que pese a las circunstancias, elegir nuestra actitud marcará la diferencia en el cómo las experimentamos.
Cuestionar forma parte del aprendizaje, así que, si algo no nos funciona… ¿para qué seguir utilizándolo?